domingo, 10 de julio de 2011

TARDE DE DOMINGO


El reloj del comedor marca las tres de la tarde. En España, a esta hora, mi familia se reunía para comer, después de oír la Misa dominical de las dos.

Pero aquí, en este pueblo universitario del medio oeste americano, es casi media tarde. Hace más de dos horas que terminamos el desayuno-comida, y en la casa reina un silencio total. El sol de principios de otoño entra por la ventana de mi cuarto, tiñéndolo todo de una patina dorada, añeja. Algo invita a salir, a recorrer las calles solitarias de mi vecindario, a ser el único paseante entre parterres de flores y cuadrículas de cuidado césped.

Cierro tras de mí la puerta acristalada de la casa. En el porche bailotea solitario el balancín, empujado por un viento fresco. Con el sombrero calado, me arrebujo la bufanda alrededor de mi cuello. Miro hacia un lado de la calle, después hacia el otro. Ninguna dirección ofrece una motivación para ser elegida, y dejo que sean mis pies los que tomen el camino. Lentamente inicio mi caminar, las manos metidas en los bolsillos de la cazadora de ante, los hombros encogidos y la mirada perdida.

A mi alrededor, como atraídas por mis pasos, van cayendo las primeras hojas amarillentas de este mi primer otoño americano. Pasan a mi lado algunos coches, dejando una estela de aburrimiento dominical, como si sus ocupantes tampoco supieran cómo y dónde rematar esta tarde de domingo.

A lo lejos, en mi mismo camino, veo dos figuras, enfrentada la una a la otra. Titubeo por un instante en cambiar mi dirección, no quiero encontrarme con nadie. Sin embargo, sigo andando hacia ellas sin saber el porqué. Simplemente saco mis manos de los bolsillos, para cruzarlas a mi espalda. Me voy acercando a las dos figuras, que ahora ya más cercanas, se han convertido en dos jóvenes universitarias, que mantienen una acalorada discusión. Sus voces me llegan ya a retazos. Algunas palabras, cargadas de ira, se enrollan en mis pies, agitan mi sombrero. Me voy acercando cada vez más a ellas; las miro alternativamente, esperando vislumbrar una señal que denote que han captado mi presencia física, ya casi junto a ellas. Pero las palabras agrias siguen brotando de sus bocas, ajenas a cuanto pueda ocurrir a su alrededor. Acelero el paso, no quiero ser testigo de una pelea, y menos entre dos mujeres. A punto de rebasarlas, una mano rápida estampa una bofetada, ligera, aterciopelada, sobre un rostro atónito. Mis dos figuras humanas han llegado a las manos. Pero contrario a lo que espero, la bofetada ha zanjado su disputa y, lentamente, derrotadas las dos, las jóvenes se separan. Una cruza la calle con los hombros caídos, sus ojos escondidos entre su larga melena rubia. La otra, se ha sentado en el borde de la acera, tapándose la cara con sus manos. Unas manos cuyas uñas van pintadas de un color cereza oscuro, que resalta más la palidez de su piel. No consigo despegar mi mirada de esas manos. Ajena a mí, la dueña de esas uñas color cereza, desgrana entre sus dientes una sola palabra: ¡bastardo!

Sigo mi camino, pero la palabra se ha quedado colgada en los flecos de mi bufanda. Por más que los aliso una y otra vez, no consigo que se desprenda. Y allí, junto a mi bufanda, se queda colgada en el perchero de casa a mi vuelta. Colgada como se ha quedado colgada esta tarde de domingo otoñal en mi alma.

Las campanadas del reloj del comedor anuncian la hora de cenar.

1 comentario:

  1. me gusta sobre todo como está dibujada -casi a carboncillo, delicadamente- esa atmósfera pesada de domingo por la tarde.

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