miércoles, 6 de julio de 2011

PRIMERA CARTILLA

Era el colegio que más cerca estaba de casa. Escasos cinco minutos andando separaban a ambos edificios.

Los párvulos entraban siempre por una puerta lateral, siempre con sus babis de rayas azules puestos, y sus carteras de plástico en sus pequeñas manos, carteras que portaban estuches de lápices de colores, gomas de borrar mordisqueadas, algún cuaderno y el bollo para el recreo de media mañana.

Su clase, aquella clase que recordaría toda su vida. La clase en la que aprendió a leer y a escribir tenía una forma peculiar. Eran dos amplios pasillos que se unían en diagonal, como dos alas de un mismo edificio, Hileras de ventanas recorrían las paredes, dotándolas de gran luminosidad. En cada ala de aquella clase se disponían pupitres corridos, de vieja madera, con asientos batientes, que aguantaban bien el peso de los niños que se subían en ellos durante los recreos de los días de lluvia. A cada lado, el colegio disponía a los pequeños, según estuvieran en el primer o segundo grado de lo que se conocía en aquella época como Párvulos, es decir, según comenzaran el aprendizaje de la lectura y escritura o ya dominaran el arte de saber descifrar que la mamá de uno le mimaba mucho.

Allí donde se unían las dos alas de la clase, estaba el centro del universo, el mundo que dominaba aquel ser especial, la señorita Emma Su cara ovalada, sus labios gruesos, el pelo negro y largo, recogido casi siempre en una coleta, sus gafas de pasta. Y aquella falda de cuadros escoceses que revoloteaba sin descanso por el aula. Era de León la señorita Emma y fue, como para muchos niños, su primer gran amor. Su mesa, llena de cartillas por corregir, se asentaba sobre una gran tarima, que siempre olía a madera recién fregada con lejía.

Las semanas en aquella época infantil se medían en función de las hojas de las cartillas que uno iba completando, en función del conocimiento que sobre el oso amoroso o el perro sin rabo que pertenecía a un santo, comenzara a tener el niño.

Aquella tarde sería como cualquier otra. Al llegar del colegio merendaría el yogur natural, en su tarro de cristal, al que se le disfrazaba su amargo sabor con una cucharadita de Cola-Cao. Esperaría después a que llegaran sus hermanas del colegio, para pelearse con ellas. Al cabo de un rato, se sentarían en la mesa del comedor a hacer todos los deberes escolares. Él sacaría su cartilla, la abriría con gran importancia por la hoja de palotes que debía repasar con cuidado para el día siguiente. Era una tarea importante y delicada, porque rellenaba aquellos símbolos no para aprender algo (¿Qué se podía aprender de un palote que estaba derecho o se caía hacia la izquierda o la derecha?). Deseaba hacerlo bien porque al día siguiente la señorita Emma vería aquella página, y con su lápiz rojo pondría un “bien” en la parte superior, y aquello le daría la oportunidad de estar cerca de ella por un momento, tener toda su atención sin que los demás niños les pudieran interrumpir.

Ya casi estaba terminando la página, con sus palotes bailones. De pronto, su mano adquirió plena autonomía, y su lápiz se deslizó más allá del final del palote, convirtiéndolo en una especie de humareda que salía de la chimenea de un barco. Si se le ponía imaginación, quedaba bonito imaginarlo. Pero seguro que a la señorita Emma no le gustaría aquello, porque su único defecto era que de imaginación no andaba muy sobrada. Así que sacó de su maltrecho estuche la goma de borrar. No era la “Milán” cuadrada que olía tan bien, y que algunos de sus compañeros mostraban como un tesoro o se la jugaban a las canicas en el recreo. Su goma era rectangular, con dos lados diferenciados por el color blanco o negro, uno para borrar tinta y el otro para borrar lapicero. Era una goma que había heredado de una de sus hermanas, y que su padre había traído a casa del banco donde trabajaba. Era una goma traicionera, porque no borraba, sino que emborronaba los trazos de lápiz que uno quería eliminar. Y si se insistía en no dejar huella de la equivocación cometida en la planilla, se corría el riesgo de terminar por hacer un pequeño agujero en la página, allí donde antes se había cometido “el crimen”. Y eso fue lo que pasó aquella tarde. La mano seguía yendo por libre, manejando a lo loco la goma de borrar, y tras el garabato, vino el agujero en la página. Cuando lo vio, le entraron ganas de llorar, de tirar aquella goma para siempre. Se pasó el resto de la tarde pensando que le explicaría a la señorita Emma lo ocurrido, y ella lo entendería, comprendería lo inadecuada que era aquella goma para las manos infantiles, y hasta puede que consiguiera convencer a su madre sobre la necesidad de que su hijo tuviera una goma “Milán”.

Al día siguiente fue sin ningún temor al colegio. De la página con el agujero casi ni se acordaba, cuando llegara el momento lo explicaría todo. Pero la mañana no transcurría como otros días, había algo en el ambiente, en el aire, que hacía que la señorita Emma estuviera constantemente enfadada, con la cara seria, mirando constantemente al exterior por una de las ventanas.

A media mañana, después del recreo, como cada día, era el momento de corregir los deberes que se habían realizado en casa. Se extrañó mucho cuando la señorita no les fue llamando de uno en uno a su mesa. Al contrario, los mandaba ponerse en fila, frente al estrado, de diez en diez, con las cartillas abiertas, para ir corrigiendo más rápido. Él era el último de la fila, y observó de qué manera se enfadaba la señorita Emma cuando veía alguna planilla que no era de su agrado. No escribía con su gordo lápiz rojo en una esquina, como siempre, sino que tachaba con una gran cruz toda la página, de un extremo a otro. Su enfado iba en aumento, y de su siempre bien recogida coleta, se desprendían ya algunos mechones que caían sobre su cara y ella los apartaba con obstinada fuerza una y otra vez, según se agachaba sobre los trabajos escolares. Cuando llegó su turno y la tuvo frente a él, quiso comenzar a explicarle el incidente de la goma. No tuvo tiempo de hacerlo. La señorita Emma se puso más colorada, dijo en voz bien alta que aquello ya era el colmo. La bofetada estalló en su mejilla, una descarga cuyo sonido recordaría más que el dolor o picor de la carne golpeada. No le dolió el golpe físico. Le dolió que aquel ser al que él idolatraba, no le había dejado contarle lo sucedido, explicarle que le dolía a él más que a nadie aquel agujero en la planilla, porque cada día completaba aquellos renglones por ella, para hacerla feliz y que pudiera utilizar su lápiz rojo. Le dolió comprender que la fuerza física de los mayores se imponía sobre las palabras.

Desde aquel día aprendió que los deberes se hacían como eso, como deberes que había que cumplir, que no eran muestras de cariño hacia nadie, que los palotes tenían un principio y un fin, y que no cabía en ellos la imaginación.

Al volver a casa, hizo el vano intento de tratar de explicar a sus padres lo que había ocurrido, cómo se sentía por dentro, aunque sólo fuera un párvulo en babi azul.

“Seguro que has hecho algo que merecía esa bofetada”

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