jueves, 30 de junio de 2011

MERCEDITAS

Merceditas tenía dos años más que yo, pero a los siete años,ambos parecíamos casi iguales. Bueno, ella me sacaba una cabeza, y su pelo negro, recogido en dos trenzas, la hacía parecer más mayor. Pero no lo era.

Merceditas y yo vivíamos en el mismo rellano, puerta con puerta. Ella, en la letra A, yo en la B. Ella vivía con sus padres y dos hermanos mayores, a quienes yo saludaba con temor cuando nos encontrábamos por la escalera. Yo vivía con mis padres y mis cinco hermanos.

A Merceditas y a mí nos gustaba jugar juntos, había entre nosotros un lenguaje que únicamente entendíamos los dos. Nuestras familias, a pesar de vivir en la misma calle, en el mismo edificio, parecían provenir de dos mundos distintos. Un pasado oscuro, denso, que se filtraba como el olor rancio a pescado frito, envolvía su casa.

Nuestras familias nos dejaban jugar juntos como un mal menor. Había un código secreto, no pronunciado nunca al respecto. Merceditas podía pasar a mi casa a jugar sólo por las mañanas, cuando únicamente mi madre y yo quedábamos en aquel piso oscuro. Yo solamente podía ir a su casa, un piso igual de oscuro que el de mi familia, por las tardes, cuando no estaba en casa su madre. Cuando no se daban esas circunstancias, Merceditas y yo debíamos jugar en la calle. Allí nuestros juegos eran menos nuestros, teníamos que cumplir con la norma que imperaba entonces: ella tenía que jugar a cosas de chicas, y yo, jugar con los chicos del vecindario, cuya brutalidad yo rehuía. Era entonces, al llamarnos a gritos a comer desde sus ventanas o las mías, cuando Merceditas y yo volvíamos a juntarnos, a unirnos más allá de la unión de nuestros juegos infantiles. Subíamos las escaleras lentamente, perezosamente, no queriendo separarnos, y sabiendo que lo tendríamos que hacer al llegar al segundo piso. Nos inventamos un juego para que la llegada fuera más lenta: fregábamos imaginariamente todos los escalones del trayecto, lo que hacía que entre enjabonar, aclarar y secar, se alargara nuestra separación.

Las ventanas de su casa y la mía iban a dar al mismo patio de luces, un patio gris, desconchado, al que únicamente unas pocas horas y en verano, visitaba el sol. En nuestra separación nos consolábamos buscándonos en aquellas ventanas, tras los visillos. Merceditas tenía una ventaja: una de sus ventanas era de un pasillo, y podía quedarse allí sin que casi nadie la molestara. En cambio yo, tenía que usar alguna de las ventanas que pertenecían a habitaciones, en donde siempre había alguien. Cuando me quedaba mirando tras los cristales, esperando ver a Merceditas o hablando por señas con ella, alguno de mis hermanos aparecía y me daba un capón, o alguno de mis progenitores me interrogaba inquisitoriamente sobre qué podía estar haciendo allí parado tanto rato, mirando a un patio triste y sucio.

En algunas ocasiones, como también compartíamos algunos tabiques, fue testigo impotente de cómo a Merceditas su madre le daba una paliza, por haberla contestado o por haberse pasado más tiempo del permitido jugando. Yo oía a través de la pared el llanto y las súplicas de Merceditas, sin poder ayudarla, tan angustiado como ella, y doliéndome los azotes que ella recibía tanto o más. Pasada la tormenta, cuando volvíamos a juntarnos, no hacía falta hablar del tema:

- Fue mal, ¿no?

- Muy mal, como siempre.

Así fuimos pasando nuestra niñez, entre juegos y castigos, construyendo un mundo solamente nuestro.

Un día, sin saber cómo, Merceditas dejó de venir a jugar conmigo. Su ventana aparecía siempre solitaria. Ya no se oían al otro lado de la pared broncas ni palizas. En la calle nunca aparecía a jugar con las otras niñas a la goma o al pilla-pilla.

Una tarde fría de invierno, al fin nos encontramos en la escalera. Merceditas ya no me sacaba una cabeza, pero sus trenzas habían desaparecido. Llevaba un corte de pelo nuevo, los labios pintados y por debajo de su abrigo, aparecía una bata de color azul crudo que nunca la había visto. Subía los escalones de dos en dos, delante de una chica que iba vestida como ella. Pasó por mi lado dejándome un viento helado. Cuando iba a cerrar ya la puerta de su casa, tras su amiga, sus ojos se fijaron en los míos, y una expresión de desconcierto apareció en su rostro. Su mente tal vez quería reconocer a alguien conocido en ese chico desaliñado que se había quedado parado, como un tonto, junto a su puerta.

Esa tarde, sin saberlo, Merceditas me empujo salvajemente a la adolescencia, abandonando tras una ventana de un patio de luces sin luz, mi niñez.

GUARDANOS, SEÑOR, DESPIERTOS

Guárdanos, Señor, despiertos.

Protégenos mientras dormimos.

Para que velemos con Cristo,

Y descansemos en paz.

Las voces masculinas de los casi cuarenta monjes retumbaban en la bóveda de la iglesia monástica. Dos focos iluminaban el altar mayor y las gradas, desde donde se desgranaban uno a uno los salmos de la noche. En la nave central, se intuían las figuras de tres jóvenes, arrodillados en sendos bancos. Uno miraba al frente, con la mirada perdida en el Cristo sufriente. Otro intentaba seguir el canto, paseando su vista entre los monjes, persiguiendo las notas gregorianas. El tercero, inclinada su cabeza hacia el pecho, mantenía los ojos cerrados, las manos entrelazadas en gesto crispado, la frente contraída, perdido en su interior.

La música seguía sonando. A una oración solitaria le respondía un coro, en diálogo o disputa acompasada, simétrica, que se deslizaba por las escalinatas, correteando por las capillas laterales, subiendo a las bóvedas y traspasando las vidrieras, para disgregarse por los campos de Castilla.

Una nube de incienso, rasgada, iba escondiendo siniestramente los rostros, uno a uno, de aquellos monjes. Los salmos cesaron y, en medio del silencio nocturno, se pudo oír el diálogo recóndito de aquel tercer joven: Dios mío, ¿estás ahí?

Su pregunta, como los rostros del coro, quedó velada por el incienso.

NOCHE DE HALLOWEEN

Mientras la profesora explicaba, tal vez por segunda vez, el significado de la palabra polish, se dedicó a vagar con la mirada por el aula. En ocasiones se aburría en esas clases de vocabulario, y en ese momento, dejaba libre su mente.

El color amarillo le llamó la atención, Era un cartel, del tamaño de un folio, que con letras negras y grandes anunciaba una fiesta. No era nada extraño que las diferentes organizaciones de la Universidad organizaran fiestas los fines de semana. Pero algo le seguía atrayendo en aquel cartel, pero no sabía qué.

La clase terminó. Mientras sus compañeros iban saliendo, se colgó su mochila al hombro, y con disimulado desinterés, pasó por delante del cartel. No sabría explicar nunca el porqué de su reacción, pero se descubrió a sí mismo guardándose el cartel en el bolsillo del pantalón.

Mientras enfilaba la salida del edificio de Lenguas, su corazón palpitaba contra su garganta y casi le faltaba la respiración. ¿Qué información podría contener aquel cartel para provocar en él aquel estado?

Camino a casa se fue tranquilizando. No tenía ningún sentido lo que estaba sucediendo. Al llegar, antes de entrar, se sentó en los escalones de madera. Lentamente sacó el papel arrugado para leerlo con tranquilidad. Efectivamente era un anuncio, un simple anuncio de una fiesta de Halloween. Pero descubrió que el hecho que le había perturbado era conocer quién la organizaba. Las letras mayúsculas al final de la información, junto a un arco iris, se le quedaron grabadas en la retina: LGLB, es decir la asociación de gays y lesbianas de la Universidad. Hizo una pelota con el cartel y la guardó cuidadosamente en su mochila.

Mientras subía a su habitación, dos preguntas le iban martilleando su mente: ¿cómo podía organizarse aquella gente una fiesta en una iglesia, aunque fuera protestante? En su mentalidad de católico aquello no encajaba. Sin embargo, era la segunda pregunta la que le atormentaba más: ¿sería capaz de ir él a esa fiesta?

Pasó el resto de la tarde estudiando, o al menos, intentándolo y gastando energías en cosas banales, para tratar de alejar a su mente de aquel anuncio. Escribió una carta tópica a la familia en España, ordenó el armario, revisó por tercera vez los ejercicios de gramática. De nada sirvió aquello. Se despertó como de un sueño cuando escuchó su propia voz anunciando que aquella noche no cenaría en casa. ¿No lo haría? ¿Significaba eso que iría a aquel lugar?

Como un autómata, se arregló, se puso un colorido jersey de cuadros escoceses y su pantalón de franela gris. Un estilo muy europeo. En su interior, se decía una y mil veces que no iba a ir, que en todo caso, daría un paseo y volvería a casa. Se colocó su sombrero de fieltro de ala ancha, su gordo abrigo, su bufanda anudada al cuello, se echó una rápida mirada en el espejo de la entrada, y salió al frío de la noche.

No nevaba. En sus primeros pasos había decidido que “iría sin ir”, es decir, que pasaría por delante de aquella iglesia, pero que no entraría. De eso estaba seguro. Y como para dilatar más aquel momento, en vez de tomar el camino más directo hacia la iglesia evangélica de la Universidad, dio un rodeo por detrás del edificio de los laboratorios de química. Algunas de sus ventanas, en la planta baja, estaban iluminadas. Las aulas estaban vacías, pero siempre quedaban las luces encendidas. Al pasar por una, vio en una pared el cartel amarillo. Desde allí le encomiaba a ir a la fiesta.

Era un edificio de dos plantas, de listones de madera pintados en blanco. Junto a la puerta principal, un cartel anunciaba que era la iglesia evangélica universitaria. Las ventanas de la segunda planta irradiaban luz, con los visillos corridos. Detrás de ellos se movían sombras de figuras humanas. Había dos que se destacaban más que las otras, eran un chico y una chica charlando, cada uno con un vaso en la mano.

Todo ello lo veía él, plantado allí, fuera del edificio. Estaba debajo de un gran árbol, semi apoyado en su tronco. Seguía luchando en su interior, haciendo listas de razones a favor y en contra de entrar en aquella fiesta. ¿Le hablaría alguien? ¿Y si se le acercaba alguien para charlar? ¿Y si nadie se fijaba en él? ¿Admitirían en aquella iglesia a un católico? ¿Había que ser realmente gay para poder entrar? ¿Qué era ser realmente gay?

En un momento dado, una descarga eléctrica le empujó a moverse, a dirigirse hacia aquella puerta de dinteles torneados, de estilo sureño. Dio unos cinco pasos, su cabeza había parado de pensar, estaba en blanco. Y en ese momento, casi tropezó con un chico que iba en dirección contraria a la suya. Al oír su nombre se asustó tremendamente, ¡aquel chico le conocía a él! Le miró y descubrió que era Matt, compañero de la casa donde vivía, el que generalmente se encargaba de la intendencia. Volvía de St John’s, la capilla católica que había al final de aquella misma calle. Inventó la vieja excusa de que esperaba a un amigo para ir a tomar un café. Matt siguió su camino, pero el efecto de aquella descarga interior había pasado. Derrotado y cansado de su lucha interior, giró sobre sus talones, se ajustó un poco más su sombrero de ala ancha, y lentamente, se alejó de aquella iglesia evangélica para siempre.

El lunes siguiente, todos los carteles amarillos habían desaparecido del campus, como si nunca hubieran existido.

NIEVA


La casa estaba casi a oscuras. Tan sólo la tenue luz de la escalera indicaba un camino a seguir.

Colgué mi abrigo en el viejo perchero de la entrada, sacudí mi sombrero y lo puse en la repisa, justo encima del perchero. A mi derecha, frente a la escalera, el comedor aún guardaba algunos restos de la cena que se habría celebrado allí hacía unas horas. En la sala de estar, a mi izquierda, aún quedaba un reflejo de débiles rescoldos que se consumían en la chimenea. Al mirar el sofá, la imagen cotidiana de lo que cada noche sucedía allí se plasmó en mi mente. John, sentado, con sus gafas de pasta redondas, el libro reposando en su regazo, destacando sobre sus pantalones siempre grises, pantalones de catedrático de universidad americana. A su alrededor, cuatro jóvenes, sentados en el suelo, el español de Granada siempre lo más cerca posible del calor de la chimenea.

Subí lentamente el primer tramo de escaleras. Sabía muy bien qué escalón crujía para evitarlo. Por la ventana del rellano, se colaba indiscreta la luz de la única farola de la calle que daba a nuestro jardín. La puerta del cuarto de John estaba cerrada, estaría durmiendo ya. Por debajo de la puerta de Bob salía un resplandor de luz, otra noche de insomnio o de fuertes dolores de cabeza.

Seguí subiendo despacio hacia el ático. El tejado emitía pequeños quejidos, fruto de los años y del crudo invierno de esta parte de Estados Unidos. En la última planta, solamente había dos dormitorios, el de Cecil y el mío. Cecil no estaría allí, ese fin de semana tenía las maniobras de su regimiento de la Guardia Nacional. Esa noche de viernes no habría rugido la batidora hasta la saciedad mientras él se hacía sus batidos de extrañas mezclas; no habría zumbado hasta casi desquiciar a cualquiera su cepillo de dientes eléctrico, mientras él se paseaba por media casa.

Entré en mi cuarto. La luz de la farola ya familiar inundaba de blancura la cama. Me senté en ella, junto a la ventana. Afuera seguía nevando. Grandes y silenciosos copos se deslizaban desde las alturas, para posarse sobre las aceras, setos y la hierba de los jardines colindantes.

Abrí la ventana. No entró el frío de la noche, o si entró, no lo sentí, absorto como estaba en escuchar la caída de la nieve, el silencio más absoluto de la calle. Y pensé que si la paz existía, debía ser algo como aquello. Siguió nevando hasta el amanecer.