jueves, 21 de julio de 2011

FIVE HUNDRED MILES

Sonó el timbre del portero automático, con su estridente melodía. Y se asustó un poco. En pleno mes de agosto, con el edificio casi vacío de vecinos, a las cuatro de la tarde…¿quién podría ser?

Anduvo por el pasillo oscuro de puntillas, como si quien llamara pudiera oír sus pasos desde la calle, allá, dos pisos más abajo. Titubeó ante el telefonillo, un minuto, dos, hasta que un segundo toque, en cascada, le sacó de sus miedos. Lo descolgó, y casi con un hilo de voz, solamente pudo responder un tímido y dubitativo:

-¿Sí?

Una voz ronca le comunicó que le traían un paquete, de parte de unos grandes almacenes.

Deshizo el camino del pasillo, pero esta vez casi corriendo, para ir a su cuarto y asomarse a la ventana, una de las dos únicas ventanas de aquel piso que daban a la calle.

Vio el camión con el anagrama verde y blanco de los grandes almacenes, y observó cómo dos hombres sacaban un gran bulto de su interior. Daba vueltas en su cabeza para intentar averiguar de qué se podía tratar aquello, qué compra misteriosa había podido realizar su madre, sin que nadie lo supiera,

Y de pronto, como el relámpago que partía en dos el cielo de Madrid en aquellas noches de tormentas veraniegas, se dio cuenta de que realmente aquel paquete era para él. Era él quien había realizado una compra hacía casi un mes, al inicio de verano. La primera compra importante en que había invertido sus ahorros de aquel primer año trabajando.

Los cuatro paquetes descansaban en medio de su habitación, unos encima de otros. Envueltos en sus cajas, bien cerrados, para que nada ni nadie pudiera dejar escapar las ilusiones que contenían. ¡Su primera compra importante!

No había nadie en Madrid a quien poder comunicar la noticia, sus amigos, escasos, estaban fuera. Así que solamente a él le pertenecía aquella tarde de excitación, tan solo a él le correspondía el placer de ir desembalando el contenido de aquellas cajas.

Fue dilatando el momento, retrasándolo, encerrado en aquella satisfacción, en aquel nerviosismo casi morboso que le hace a uno retrasar el disfrute del placer que sabemos ha de venir.

Caía casi la noche sobre la ciudad. A estas horas, las luces de las pocas casas habitadas empezaban a encenderse, se abrían ventanas y balcones para dejar pasar el escaso frescor del crepúsculo y se regaban los escuálidos geranios de ciudad. Él hizo lo mismo, abrió de par en par la ventana y todo el ruido del tráfico le rodeo, el autobús que iba hasta el barrio de Usera paró a la cabecera de su cama, y los frenazos de los dos o tres coches que circulaban a esas horas, bailotearon entre las faldas de la mesa camilla.

Se sentó junto a las cajas. Lentamente las fue abriendo, sacando manuales de instrucciones y cables. En un momento, el frenesí por hurgar en aquellas entrañas se apoderó de él. El suelo del cuarto quedó cubierto de virutas blancas, de aquel corcho blanco que usaban los fabricantes para proteger los objetos delicados, Y aquellos lo eran.

Tras casi una hora de trabajo, pegadas en el sudor de su frente pequeñas bolitas blancas, aquel aparato aparecía perfectamente montado e instalado sobre su mueble negro. Se apartó un poco y lo contempló detenidamente. ¡Cómo brillaban sus botones plateados y las distintas teclas!

Buscó en aquel estante de su librería los escasos CD’s que había ido adquiriendo meses atrás, para cuando llegase el día de poder tener ¡su primer equipo de música! Y ese día había llegado, allí lo tenía. Atrás quedaban tocadiscos sesenteros, que con un gran esfuerzo de oído e imaginación, reproducían con dificultad las canciones.

Encendió el equipo ¡su equipo!, puso el primer CD de “Peter, Paul and Mary” de su recién inaugurada colección, y dejó que sus voces llenaran la estancia. Se sentó en el pretil de la ventana, encendió un cigarro.

El humo y la música, juntos, se fueron derramando y perdiéndo calle abajo. Dentro, las luces rojas y verdes de los aparatos, como una atracción de feria, iluminaban las paredes.

Five hundred miles, five hundred miles, five hundred miles

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