jueves, 30 de junio de 2011

NOCHE DE HALLOWEEN

Mientras la profesora explicaba, tal vez por segunda vez, el significado de la palabra polish, se dedicó a vagar con la mirada por el aula. En ocasiones se aburría en esas clases de vocabulario, y en ese momento, dejaba libre su mente.

El color amarillo le llamó la atención, Era un cartel, del tamaño de un folio, que con letras negras y grandes anunciaba una fiesta. No era nada extraño que las diferentes organizaciones de la Universidad organizaran fiestas los fines de semana. Pero algo le seguía atrayendo en aquel cartel, pero no sabía qué.

La clase terminó. Mientras sus compañeros iban saliendo, se colgó su mochila al hombro, y con disimulado desinterés, pasó por delante del cartel. No sabría explicar nunca el porqué de su reacción, pero se descubrió a sí mismo guardándose el cartel en el bolsillo del pantalón.

Mientras enfilaba la salida del edificio de Lenguas, su corazón palpitaba contra su garganta y casi le faltaba la respiración. ¿Qué información podría contener aquel cartel para provocar en él aquel estado?

Camino a casa se fue tranquilizando. No tenía ningún sentido lo que estaba sucediendo. Al llegar, antes de entrar, se sentó en los escalones de madera. Lentamente sacó el papel arrugado para leerlo con tranquilidad. Efectivamente era un anuncio, un simple anuncio de una fiesta de Halloween. Pero descubrió que el hecho que le había perturbado era conocer quién la organizaba. Las letras mayúsculas al final de la información, junto a un arco iris, se le quedaron grabadas en la retina: LGLB, es decir la asociación de gays y lesbianas de la Universidad. Hizo una pelota con el cartel y la guardó cuidadosamente en su mochila.

Mientras subía a su habitación, dos preguntas le iban martilleando su mente: ¿cómo podía organizarse aquella gente una fiesta en una iglesia, aunque fuera protestante? En su mentalidad de católico aquello no encajaba. Sin embargo, era la segunda pregunta la que le atormentaba más: ¿sería capaz de ir él a esa fiesta?

Pasó el resto de la tarde estudiando, o al menos, intentándolo y gastando energías en cosas banales, para tratar de alejar a su mente de aquel anuncio. Escribió una carta tópica a la familia en España, ordenó el armario, revisó por tercera vez los ejercicios de gramática. De nada sirvió aquello. Se despertó como de un sueño cuando escuchó su propia voz anunciando que aquella noche no cenaría en casa. ¿No lo haría? ¿Significaba eso que iría a aquel lugar?

Como un autómata, se arregló, se puso un colorido jersey de cuadros escoceses y su pantalón de franela gris. Un estilo muy europeo. En su interior, se decía una y mil veces que no iba a ir, que en todo caso, daría un paseo y volvería a casa. Se colocó su sombrero de fieltro de ala ancha, su gordo abrigo, su bufanda anudada al cuello, se echó una rápida mirada en el espejo de la entrada, y salió al frío de la noche.

No nevaba. En sus primeros pasos había decidido que “iría sin ir”, es decir, que pasaría por delante de aquella iglesia, pero que no entraría. De eso estaba seguro. Y como para dilatar más aquel momento, en vez de tomar el camino más directo hacia la iglesia evangélica de la Universidad, dio un rodeo por detrás del edificio de los laboratorios de química. Algunas de sus ventanas, en la planta baja, estaban iluminadas. Las aulas estaban vacías, pero siempre quedaban las luces encendidas. Al pasar por una, vio en una pared el cartel amarillo. Desde allí le encomiaba a ir a la fiesta.

Era un edificio de dos plantas, de listones de madera pintados en blanco. Junto a la puerta principal, un cartel anunciaba que era la iglesia evangélica universitaria. Las ventanas de la segunda planta irradiaban luz, con los visillos corridos. Detrás de ellos se movían sombras de figuras humanas. Había dos que se destacaban más que las otras, eran un chico y una chica charlando, cada uno con un vaso en la mano.

Todo ello lo veía él, plantado allí, fuera del edificio. Estaba debajo de un gran árbol, semi apoyado en su tronco. Seguía luchando en su interior, haciendo listas de razones a favor y en contra de entrar en aquella fiesta. ¿Le hablaría alguien? ¿Y si se le acercaba alguien para charlar? ¿Y si nadie se fijaba en él? ¿Admitirían en aquella iglesia a un católico? ¿Había que ser realmente gay para poder entrar? ¿Qué era ser realmente gay?

En un momento dado, una descarga eléctrica le empujó a moverse, a dirigirse hacia aquella puerta de dinteles torneados, de estilo sureño. Dio unos cinco pasos, su cabeza había parado de pensar, estaba en blanco. Y en ese momento, casi tropezó con un chico que iba en dirección contraria a la suya. Al oír su nombre se asustó tremendamente, ¡aquel chico le conocía a él! Le miró y descubrió que era Matt, compañero de la casa donde vivía, el que generalmente se encargaba de la intendencia. Volvía de St John’s, la capilla católica que había al final de aquella misma calle. Inventó la vieja excusa de que esperaba a un amigo para ir a tomar un café. Matt siguió su camino, pero el efecto de aquella descarga interior había pasado. Derrotado y cansado de su lucha interior, giró sobre sus talones, se ajustó un poco más su sombrero de ala ancha, y lentamente, se alejó de aquella iglesia evangélica para siempre.

El lunes siguiente, todos los carteles amarillos habían desaparecido del campus, como si nunca hubieran existido.

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