jueves, 30 de junio de 2011

NIEVA


La casa estaba casi a oscuras. Tan sólo la tenue luz de la escalera indicaba un camino a seguir.

Colgué mi abrigo en el viejo perchero de la entrada, sacudí mi sombrero y lo puse en la repisa, justo encima del perchero. A mi derecha, frente a la escalera, el comedor aún guardaba algunos restos de la cena que se habría celebrado allí hacía unas horas. En la sala de estar, a mi izquierda, aún quedaba un reflejo de débiles rescoldos que se consumían en la chimenea. Al mirar el sofá, la imagen cotidiana de lo que cada noche sucedía allí se plasmó en mi mente. John, sentado, con sus gafas de pasta redondas, el libro reposando en su regazo, destacando sobre sus pantalones siempre grises, pantalones de catedrático de universidad americana. A su alrededor, cuatro jóvenes, sentados en el suelo, el español de Granada siempre lo más cerca posible del calor de la chimenea.

Subí lentamente el primer tramo de escaleras. Sabía muy bien qué escalón crujía para evitarlo. Por la ventana del rellano, se colaba indiscreta la luz de la única farola de la calle que daba a nuestro jardín. La puerta del cuarto de John estaba cerrada, estaría durmiendo ya. Por debajo de la puerta de Bob salía un resplandor de luz, otra noche de insomnio o de fuertes dolores de cabeza.

Seguí subiendo despacio hacia el ático. El tejado emitía pequeños quejidos, fruto de los años y del crudo invierno de esta parte de Estados Unidos. En la última planta, solamente había dos dormitorios, el de Cecil y el mío. Cecil no estaría allí, ese fin de semana tenía las maniobras de su regimiento de la Guardia Nacional. Esa noche de viernes no habría rugido la batidora hasta la saciedad mientras él se hacía sus batidos de extrañas mezclas; no habría zumbado hasta casi desquiciar a cualquiera su cepillo de dientes eléctrico, mientras él se paseaba por media casa.

Entré en mi cuarto. La luz de la farola ya familiar inundaba de blancura la cama. Me senté en ella, junto a la ventana. Afuera seguía nevando. Grandes y silenciosos copos se deslizaban desde las alturas, para posarse sobre las aceras, setos y la hierba de los jardines colindantes.

Abrí la ventana. No entró el frío de la noche, o si entró, no lo sentí, absorto como estaba en escuchar la caída de la nieve, el silencio más absoluto de la calle. Y pensé que si la paz existía, debía ser algo como aquello. Siguió nevando hasta el amanecer.

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